Hoy nadie duda de los beneficios y de la
necesidad de la virtualidad en la educación superior, pese a que las cifras de
crecimiento de programas con esta modalidad no reflejan la progresión deseada
en nuestro sistema.
El número de pregrados y posgrados virtuales apenas cubre
el 2.5% de toda la oferta de programas activos, mientras que en distancia la
cifra llega al 9%, y la progresión estadística muestra que la creación de
nuevos programas virtuales casi que duplica la de programas a distancia
tradicional. En poco tiempo, de continuar la tendencia, habrá más programas
virtuales que de distancia tradicional, en gran medida por el hecho de que
Colombia ha ido creciendo exponencialmente su conectividad de internet en la
mayoría de regiones del país.
La educación virtual no es “otra”
educación, y mucho menos, una educación pobre, de menor calidad, intensidad o
contenidos que la presencial. Ese es un prejuicio que erróneamente se ha
creado. Las más reconocidas universidades del mundo tienen programas virtuales
de excelsa calidad, y debemos superar la falsa creencia de que como la
educación a distancia, y luego la virtual, se han promocionado como
alternativas para personas con escaso tiempo, o de restricciones de
movilidad o de recursos económicos,
constituye una educación pobre para pobres. ¡Qué daño nos ha hecho esa
mentalidad!.
Otros países, con mayor desarrollo educativo y económico, nos han
demostrado que ésta es una excelente alternativa (cuando no la mejor en la
actualidad) para tener una medición en tiempo real de la calidad, de la
integración de los investigadores, de la pertinencia del conocimiento y de la
validación de su utilidad.
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